Memorias de Adriano.
Marguerite Yourcenar, 1951
Traducción de Julio Cortázar
A veces, la lectura de un libro te lleva a otro y acabas encontrando pequeñas joyas. Esto es lo que nos ha pasado con Memorias de Adriano, al cual llegamos tras leer varias novelas históricas sobre imperio romano. En esta obra la escritora francesa - Marguerite Yourcenar - aborda, con un estilo muy peculiar en forma de epístola del propio Adriano a su amigo Marco Aurelio, la vida de este emperador romano. El libro fue publicado en Francia en 1951, y fue un éxito inmediato con una gran alabanza de la crítica; y sin embargo aún no había llegado a nuestras manos.
Hemos seleccionado un fragmento donde aparece una descripción del Panteón de Agripa de Roma, obra atribuida al arquitecto de origen sirio Apolodoro de Damasco en el siglo II d.C.
"Adriano, emperador de Roma, envejecido y enfermo del corazón, pasa los últimos días de su vida retirado del bullicio de la vida cortesana. Rememorando su pasado en una extensa carta dirigida a su amigo Marco, se nos muestra como un hombre ilustrado y sabio, protagonista de una vida en equilibrio entre los deberes políticos y sus sentimientos hacia sus semejantes. Inmerso en esa profunda soledad que proporciona el ser el hombre más poderoso del mundo, se cuestiona si ha merecido la pena abandonar la posibilidad de ser feliz por mantener el poder absoluto.
Saecvlum Avrevm
(...)
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término. El Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón que aún duraban en él, había sido adornado, en reemplazo de la imagen de aquel emperador, con una efigie colosal del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se estaba terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el emplazamiento de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había desplegado con pésimo gusto un mal adquirido. Roma, Amor: la divinidad de la Ciudad Eterna se identificaba por primera vez con la Madre del Amor, inspiradora de toda alegría. Era una de las ideas de mi vida. La potencia romana adquiría así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma pacífica y tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría a veces asimilar la emperatriz difunta a aquella Venus sapiente, consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de construir un templo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no figurara en esa obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto
(...)
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie de triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos públicos, distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro elefantes que habían arrastrado hasta el lugar de la erección de aquellos enormes bloques, reduciendo así el trabajo forzado de los esclavos, figuraban como monolitos vivientes en el cortejo. La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con una solemnidad más recogida y como en una sordina, tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las hojas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de esas horas a las que todo converge. De pie en el fondo de aquel pozo de claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias. Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor fiel; la dignidad gruñona de Serviano, cuyas críticas bisbisadas con voz cada vez más sorda ya no me alcanzaban; la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en esa clara penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi mujer, también presente, acababa de recibir el título de emperatriz."
YOURCENAR, Marguerite. Mémoires d'Hadrien. Barcelona. Editorial Editor original: MayenCM (v1.0 a v1.4). ePub base v2.0
Marguerite Yourcenar, 1951
Traducción de Julio Cortázar
A veces, la lectura de un libro te lleva a otro y acabas encontrando pequeñas joyas. Esto es lo que nos ha pasado con Memorias de Adriano, al cual llegamos tras leer varias novelas históricas sobre imperio romano. En esta obra la escritora francesa - Marguerite Yourcenar - aborda, con un estilo muy peculiar en forma de epístola del propio Adriano a su amigo Marco Aurelio, la vida de este emperador romano. El libro fue publicado en Francia en 1951, y fue un éxito inmediato con una gran alabanza de la crítica; y sin embargo aún no había llegado a nuestras manos.
Hemos seleccionado un fragmento donde aparece una descripción del Panteón de Agripa de Roma, obra atribuida al arquitecto de origen sirio Apolodoro de Damasco en el siglo II d.C.
"Adriano, emperador de Roma, envejecido y enfermo del corazón, pasa los últimos días de su vida retirado del bullicio de la vida cortesana. Rememorando su pasado en una extensa carta dirigida a su amigo Marco, se nos muestra como un hombre ilustrado y sabio, protagonista de una vida en equilibrio entre los deberes políticos y sus sentimientos hacia sus semejantes. Inmerso en esa profunda soledad que proporciona el ser el hombre más poderoso del mundo, se cuestiona si ha merecido la pena abandonar la posibilidad de ser feliz por mantener el poder absoluto.
Saecvlum Avrevm
(...)
Algunas de las grandes construcciones llegaban a su término. El Coliseo, reparado y lavado de los recuerdos de Nerón que aún duraban en él, había sido adornado, en reemplazo de la imagen de aquel emperador, con una efigie colosal del Sol, Helios-Rey, aludiendo a mi gentilicio Elio. Se estaba terminando el templo de Venus y de Roma, situado en el emplazamiento de la escandalosa Casa Áurea en la que Nerón había desplegado con pésimo gusto un mal adquirido. Roma, Amor: la divinidad de la Ciudad Eterna se identificaba por primera vez con la Madre del Amor, inspiradora de toda alegría. Era una de las ideas de mi vida. La potencia romana adquiría así ese carácter cósmico y sagrado, esa forma pacífica y tutelar que ambicionaba darle. Se me ocurría a veces asimilar la emperatriz difunta a aquella Venus sapiente, consejera divina.
Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de construir un templo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una dedicatoria al pueblo de Roma: esta última fue cuidadosamente reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no figurara en esa obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto
(...)
La consagración del templo de Venus y de Roma fue una especie de triunfo acompañado de carreras de carros, espectáculos públicos, distribuciones de especias y perfumes. Los veinticuatro elefantes que habían arrastrado hasta el lugar de la erección de aquellos enormes bloques, reduciendo así el trabajo forzado de los esclavos, figuraban como monolitos vivientes en el cortejo. La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con una solemnidad más recogida y como en una sordina, tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio practicado en lo alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las hojas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de esas horas a las que todo converge. De pie en el fondo de aquel pozo de claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias. Reconocía la austera energía de Marcio Turbo, servidor fiel; la dignidad gruñona de Serviano, cuyas críticas bisbisadas con voz cada vez más sorda ya no me alcanzaban; la elegancia real de Lucio Ceyonio, y, algo aparte, en esa clara penumbra que conviene a las apariciones divinas, el rostro soñador del joven griego en quien había encarnado mi fortuna. Mi mujer, también presente, acababa de recibir el título de emperatriz."
YOURCENAR, Marguerite. Mémoires d'Hadrien. Barcelona. Editorial Editor original: MayenCM (v1.0 a v1.4). ePub base v2.0